Hambre de futuro

Cómo fue conocer a los niños que viven en las situaciones de emergencia más extremas

Volanta

Una desigualdad que duele Cómo fue conocer a los niños que viven en las situaciones de emergencia más extremas

Texto y fotos Micaela Urdinez ‎ | ‎ Enviada especial

Un niño duerme en el piso sobre una frazada, un perro desnutrido lame desesperado una cáscara de huevo vacía, una mamá envuelve a su bebé en una bolsa de supermercado para protegerlo de la lluvia, una niña llora porque le duelen los huesos por tomar agua con arsénico, otro niño pasa sus días con un pañal pegado en la panza porque no puede acceder a bolsas de colostomía. Todas estas imágenes son la presencia viva (aunque la amenaza de la muerte esté demasiado cerca) de una existencia llevada a los límites más inhumanos, de una niñez obligada a pelear todos los días contra el fantasma del hambre, de la sed, de las enfermedades y las discapacidades evitables, de las sustancias que cuando llegan a adolescentes se meten en el cuerpo para poder soportar tanta desolación e intentar entender la sinrazón de tamaña desigualdad. No son fábulas. Los protagonistas de estas instantáneas tienen nombre y apellido, pero probablemente no ocupen ningún ranking como personas destacadas del año, aunque deberían. Son niños reales con un pasado, un presente y un futuro que los agobia. Durante este año conocí sus historias con el proyecto Hambre de Futuro, en su edición especial “Bajo Amenaza”. Cuando arranqué a pensar esta cobertura estaba segura de una sola cosa: quería hacer el intento de contar las historias de los niños que vivían en las situaciones de emergencia más extremas ¿Cuántos eran? ¿Dónde estaban? ¿Qué dramas atravesaban todos los días? ¿Iban a querer hablar conmigo?

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Tenía muchísimas preguntas y ninguna respuesta. Sabía que existían niños que sobrevivían en los márgenes abandonados por el Estado, pero todavía formaban parte de un universo borroso del que no conocía demasiado. Había que recurrir a los que sí sabían. Y gracias a un estudio realizado por el Barómetro de la Deuda Social de la UCA en exclusiva para LA NACION, supe -ahora con evidencia empírica- que 1.387.878 chicos de hasta 17 años (uno de cada diez) se encontraban en una situación de riesgo extremo: esto quiere decir que son indigentes y que tienen, por lo menos, tres derechos básicos vulnerados. No es solo que arrastran los estragos de la malnutrición, pasan frío y calor extremo, no aprenden en la escuela (o ni siquiera van a la escuela), no fueron al médico en el último año porque no hay turnos o por lejanía y viven expuestos a numerosos peligros en sus casas. Es todo eso junto. Es todo eso junto, todos los días. A ellos había que encontrar. “Mucha gente elige el desconocimiento para ser un poquito más feliz. Si el conjunto de los argentinos supiera que este nivel de necesidad existe en el país, no se podrían ir a dormir tan tranquilos”, decía Nazarena Estrade, directora del Centro de Desarrollo Humano de Pata Pila en Santa Victoria Este, en Salta. Hasta allá fuimos en marzo de este año, cuando el desborde del río Pilcomayo obligó a unas 500 familias Wichí, Qom, Tobas, Chulupí y Chorote a abandonar sus casas. Se distribuyeron entre dos centros de evacuados y distintos campamentos que ellos mismos improvisaron al lado del camino con carpas, lonas, palos y silobolsas. Todavía se están recuperando de haberlo perdido todo.

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Viaje al interior profundo. El equipo de Hambre de Futuro conformado por Javier Corbalán, Joaquín Rajadel, Lautaro Guillamondegui y Micaela Urdinez se adentra en los lugares más aislados de la Argentina para llegar a dónde viven los niños más vulnerables

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Una de las historias que más me impactó fue la de Junior. Sabía que su nombre real era Emanuel Juárez, que tenía 16 años y que vivía en un rancho en El Impenetrable chaqueño. En mayo viajamos junto con la ONG La Chata Solidaria a conocerlo. Después de horas y horas de caminos de barro en el monte, apareció un cartel hecho a mano que decía “La casa de Junior” con una flecha. Él lo había mandado a hacer para que no nos perdiéramos. La primera impresión que tuve al verlo fue que era un gigante en una silla de ruedas de juguete. Se la habían dado en la escuela primaria especial a la que asistía cuando era niño: era pequeñísima, era rígida y Junior, que apenas entraba en el asiento, se retorcía para no caerse. En cuanto nos vio llegar, nos sonrió grande y fuerte. Lo más desgarrador de verlo jugar al fútbol sentado en el piso y golpeando la pelota con la mano es que su vida llena de limitaciones era evitable. Si a su madre le hubieran hecho la cesárea que necesitaba, si no la hubieran obligado a tener un parto natural de riesgo, si no se hubieran demorado, si no lo hubieran declarado muerto después de nacer y dejado abandonado en una bandeja durante media hora hasta que un enfermero se dio cuenta de que tenía pulso, si todo eso no hubiera pasado, Junior hoy sería un adolescente como cualquier otro. Pero no. Para muchos, la desigualdad arranca en el parto. Hoy, es un adolescente con una parálisis cerebral que no camina y que habla con mucha dificultad, es un adolescente con discapacidad que vive en la pobreza más extrema. “A Junior le falta que lo vean y que lo ayuden a caminar. Eso requiere de una atención permanente. El problema es que a Junior hay que encontrarlo y nosotros lo encontramos. Pero acá en un radio de 400 kilómetros, ¿sabés cuántos más debe haber esperando ser vistos?”, decía Jerónimo Chemes, fundador de La Chata Solidaria, sobre el universo de niños que sufren todos los días y nadie sabe que existen.

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Es una sumatoria de espantos. Porque cada vez irrumpen más dificultades contra las que tienen que pelear solos, hasta que aparece alguien o una organización dispuesta a dar la batalla, que les reparte insumos, herramientas y saberes para empezar a construir un presente más digno. En el caso de Mateo Montenegro, lo que más me atravesó fue que era un nene de 11 años que le tenía miedo a la oscuridad, pero como en su casita hecha de adobe no tenía luz, estaba obligado a convivir con ella. Por las noches, en su casa en Piruaj Bajo, en el monte santiagueño, la familia de Mateo prendía velas y con una linterna se las arreglaban para bañarse, para tomar un mate cocido y para mantener encendido el fuego. Así fue como una noche se enganchó el pantalón con el pico de la pava y se quemó el pie con agua hirviendo: no le cicatrizó bien y, desde entonces, le duele al caminar. Ese es uno de los tantos peligros a los que se enfrenta. También, a que lo piquen bichos cuando va al baño al monte. También, a que se le profundice el problema que tiene en la cadera o su hipoacusia porque para ir a un médico tiene que llegar hasta la ciudad de Santiago del Estero. De nuevo, la marginalidad se transforma en un pulpo que aprieta demasiado y ahoga.

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Ver, estar, compartir. Los niños no están acostumbradas a recibir visitas, y celebran cuando llega un equipo de producción con cámaras, micrófonos y drones para grabarlos; hay tiempo para jugar, para reír, para aprender a usar los equipos, para charlar y para recorrer sus lugares preferidos

“La infancia está muy amenazada de vida. Los niños en la zona tienen carencias que en las ciudades no tienen. Hay niños que tienen que ir a buscar agua para toda la familia o toman agua contaminada con arsénico con las consecuencias para la salud que eso tiene. A veces lo básico no está asegurado para ellos. El hospital más cercano queda a 120 kilómetros y a fin de año tenemos que contabilizar la cantidad de niños que fallecieron por no tener acceso a la salud”, señalaba Santiago García Pintos, fundador de la organización Cynnal. Nadie habla de esto, pero hay muchos chicos que se quedan en el camino. ¿Qué pasa cuando estos niños atravesados por la indigencia, la desnutrición, las enfermedades, el analfabetismo y la falta de oportunidades llegan a adolescentes? Muchos se resignan y dejan de soñar. Lo sabe Beto, un chico de 18 años que vive en la comunidad La Cortada, en el norte de Salta, y muchos otros de alrededores: dejaron de ir a la escuela y empezaron a inhalar nafta. “Quiero dejar”, dijo a cámara con los ojos bien abiertos y la cara hinchada. Unos minutos más tarde, Daiana (una niña de cinco años) iba caminando y vio un tetrabrik tirado en el piso. Lo agarró, se lo acercó a la cara y aspiró como acto reflejo, como tantas otras veces vio hacer a los chicos más grandes con el recipiente lleno de nafta. Ojalá la Fundación Gran Chaco llegue a tiempo a construir el espacio de contención para que los niños de la zona se conecten con su creatividad y sus ganas de vivir, antes de que Daiana caiga en las garras de las drogas.

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El desafío de entrevistarlos. El corazón del proyecto es escuchar la voz de los niños, que ellos mismos cuenten cuáles son sus dificultades y sus sueños; como viven en zonas rurales y despobladas, los niños son tímidos y de pocas palabras

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Una tarde, nos fuimos de la casa de Mateo sabiendo que él y su hermanita Valentina solo habían comido algo de pan por la mañana y un poco de arroz con leche a la tarde. En la escuela, no les habían dado el almuerzo. A la noche, solo habían tomado un mate cocido. ¿Por qué nosotros íbamos a poder comer algo rico y caliente a la noche y ellos no? Siempre es muy difícil volver al hotel con esa sensación de injusticia y con la convicción de que no estamos haciendo lo suficiente. ¿Por qué a ellos les tocó esa infancia y a mi una en la que nunca me faltó nada? Solo nos queda redoblar nuestros esfuerzos para llegar a más chicos, para que cada vez más personas los conozcan a ellos y a sus urgencias. Porque el poder de achicar brechas está en los gobiernos y en las políticas públicas que promueven, pero también en las personas de carne y hueso, en el ciudadano de a pie que reacciona ante tanta desigualdad y se involucra. Ya llegamos a muchos chicos, pero todavía hay muchísimos más que esperan.

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  • Diseño Andrea Platón
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